A partir de 1968 –el año que se resiste a terminar para la política de Estados Unidos– los partidos dieron un paso adelante abriendo el proceso de nominación de candidatos presidenciales a los resultados de las primarias, que esencialmente sirven para repartir los delegados electos que forman parte de las convenciones nacionales. Estos escaparates de la democracia ya solo sirven para ratificar la legitimidad de las primarias.
Este proceso es gradual pero no indefinido. Los aspirantes tienen mucho que demostrar: capacidad de organización, generación de donaciones y voluntarios, además de apelar a los diversos grupos requeridos para ser competitivo. Este proceso es costoso y supone un desgaste, lo cual sumado a la envidia que generan Iowa y New Hampshire, explica la muerte súbita que supone el supermartes. Jornada en la que se adjudican 1.357 de los 1.991 delegados requeridos para ganar la nominación presidencial del Partido Demócrata.
Este año, por eliminación el supermartes se ha convertido en un dilema entre moderados (Joe Biden) y radicales (Bernie Sanders). Sin embargo, como el reparto de delegados es proporcional cabe la posibilidad de que la evidente fractura dentro del Partido Demócrata impida llegar a la mayoría requerida de 1.991 delegados electos. Sobre todo, con la costosa distorsión que supone Michael Bloomberg. Y aquí es donde entra en juego el establishment del partido con sus 775 superdelegados no electos que pueden resultar decisivos pero también un defecto de nacimiento para competir contra Trump en noviembre.