La admiración mutua es, quizá, sincera: ambos tienen un gran sentido del poder y del uso de la fuerza, y cultivan en su imaginario los viejos imperios que hicieron temblar a Europa. Pero es obvio que sus intereses no coinciden, y se vigilan con el rabillo del ojo. Solo les une el enfrentamiento con Estados Unidos –para Europa reservan el desdén–, lo que explica la excelente relación de Putin y Erdogan con los regímenes bolivarianos «antiimperalistas», en particular el de Venezuela. El líder turco ha sido recibido con alfombra roja en Caracas, y Maduro se siente en el Kremlin como en su propia casa.
En Oriente Próximo, en cambio, se enseñan los dientes. Putin dio luz verde a la entrada del Ejército turco en el norte de Siria solo cuando se produjo la retirada de EE.UU.; a continuación pidió a los kurdos que pactaran con Al Assad, el dictador hoy «títer» de Putin, y plantó cara militar a los turcos. Ni Rusia ni Turquía tienen en realidad una solución para la guerra civil siria: su única preocupación parece ser evitar la victoria del rival, mantener vivo el statu quo, y sacar el máximo rendimiento de sus posiciones privilegiadas en el conflicto.
Algo similar ocurre en la guerra civil de Libia, el otro choque por poderes entre Rusia y Turquía por el control de la región. Ahí Europa se reserva el pago de la factura.