La campaña para materializar el Brexit pone a prueba lo que desde un principio se ha reprochado en esta contumaz saga del nacional-populismo: hasta qué punto los británicos están dispuestos a pegarse un tiro en el pie con tal de recuperar el control de sus fronteras. Aunque en esta ocasión, el irónico reto del Gobierno de Boris Johnson es organizar en tiempo record una renqueante frontera donde hasta ahora operaba una fluida unión aduanera y un próspero mercado único.
Para construir «el muro de Boris» se han presupuestado casi 800 millones de euros para mejorar instalaciones fronterizas, construir puestos de control adicionales y contratar medio millar de aduaneros. En secreto, se han adquirido unos terrenos a treinta kilómetros del puerto de Dover para «suavizar el flujo» (es decir, controlar) los 10.000 camiones diarios procedentes del continente desde Calais. Y también se ha publicado una laberíntica guía comercial con la advertencia de que no habrá excepciones una vez agotado el actual periodo de transición.
Michael Gove, ministro de Gabinete y espabilado periodista reconvertido en inefable político, ha recalcado la necesidad de estar preparados «consigamos o no un acuerdo comercial al estilo canadiense con la UE durante el curso de las negociaciones que estamos llevando a cabo». Lo que en este caso significa la genial reconversión del Gobierno de Su Graciosa Majestad en fabricante de fronteras en mitad de la profunda crisis económica provocada por el coronavirus. All Right.